NUEVA TEMPORADA EN CHASQUIDOS. ANSELMO COBIRAN HA REANUDADO LAS PUBLICACIONES TRAS SU DESCANSO DE VERANO

miércoles, enero 19, 2005

Retratos

Desde un pequeño montículo Bruno Carracedo extiende la mano sobre los ojos para protegerse del sol deslumbrante que le da en la cara y contempla con regocijo la llanura de secano arada que, hasta perderse en el horizonte, le pertenece. Heredó este inmenso terreno de miles de hectáreas que cada temporada se cubre de girasoles.
Cala hasta las orejas una boina desgastada que perdió el rabito de la punta. Se sube el pantalón por encima del ombligo y lo amarra con un cinturón demasiado largo que le cuelga de la hebilla. Aunque hace frío remanga hasta los codos su fina camisa de algodón, pero no es friolero, porque está acostumbrado al campo. Bajo el montículo dejó aparcado su lujoso Mercedes lleno de barro.
Escupe con violencia al suelo, escarba la cera de los oídos y se hurga en la nariz cuando le entra en gana, sin cortarse aunque le vean. Cazar le encanta. En la pared por encima de la cabecera de su cama colgó una escopeta que está cargada.
Sus criados chismorrean que se entiende con Filomena, una decoradora a la que ven entrar y salir de casa constantemente. Desde que oyó estos rumores, que le molestan, intenta hacer menos ruido cuando pasa la noche con esta mujer y nunca se olvida de echar el cerrojo a la puerta para que no los sorprendan.
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Enero pasa horas enteras escondido debajo de los coches. Se llevó un susto de muerte cuando cayó dormido bajo una furgoneta que al arrancar, si no despierta a tiempo, casi le aplasta con una rueda. En el barrio donde pulula hace gracia su timidez porque a diferencia de otros huye de la pelea con el rabo entre las piernas. Escapa también de los niños porque le dan miedo y si alguno intenta acariciarle le ladra, pero nunca enseña los dientes. Sólo ladra, no se atreve a morder y por eso está raquítico. Los huesos de las costillas se le marcan en su pálido pelaje gris. No entra en disputas por la comida con otros animales y se alimenta con lo poco que dejan, sus sobras, lechuga seca plagada de gusanos, costras de leche y mendrugos duros como una piedra.
En velocidad pocos le ganan. Es un galgo y corre como el demonio. Un paleto rico lo crió en su finca de miles de hectáreas para cazar y cuando a los pocos años dejó de serle útil lo abandonó en la carretera. Cuando salía de caza era ágil, elástico y su pelaje brillaba. Agarraba en la boca gordas perdices y al entregarlas a su dueño le recompensaba con una caricia y una galleta.
Debajo de un coche se siente a gusto, a salvo de los operarios de la perrera que intentan capturarlo, porque en un escondrijo así no se les ocurre husmear.
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Santos Santamaría es muy leído. Devora libros en una buhardilla desordenada donde vive solo que suele estar infestada de polvo, aunque cuando el ambiente se le vuelve irrespirable llama a una muchacha provocativa, Cecilia, que a cambio de unas pocas monedas a la hora se la limpia y ventila muy ligera de ropa, pero por mucho que intencionadamente destape su escote o levante su falda al agacharse para fregar, ni siquiera la mira.
Anda encorvado y todos los días viste la misma ropa, un pantalón de pana oscuro combinado con una asfixiante camisa clara abrochada hasta el último botón que le aprieta el cuello, pero se cambia constantemente porque suda mucho y tiene el armario repleto de prendas iguales, plachadas a conciencia por Cecilia, para mudarse en cuanto comienza a incomodarle su propia humedad.
En los estantes abundan obras de filósofos. Una semana leyó tres veces seguidas el grueso tomo de La Crítica de la Razón Pura de Kant. Primero leyó con lúcida avidez y comprendía cada una de sus líneas. En la siguiente lectura sufrió alucinaciones. Veía un repugnante lagarto encaramado en su hombro e intentaba sacudírselo con una mano mientras con la otra pasaba las páginas. A la tercera, nada más terminar, perdió el conocimiento.
Los médicos se asombran porque Santos, a pesar del desgaste al que somete a sus ojos al pasar tantas horas delante de los libros, tiene una vista casi perfecta. Ni miopía, ni astigmatismo, ni nada, pero desde que entró en la Universidad envidia a quienes usaban gafas porque le parecen un distintivo de intelectualidad.
Piensa mucho. Mientras piensa, en cualquier cosa, deja la mirada perdida en el horizonte. El hábito de reflexionar le dejó unos profundos plieges en la piel de la frente. Los conocidos se enfadan con él porque no saluda por la calle. Pero no es por descortesía, sino que sencillamente no los ve, aunque pasen delante de su cara, porque tiene la mente en otra parte. El pulso le tiembla. Venas azuladas sobresalen en sus manos esqueléticas cansadas de escribir y con callos en los dedos por agarrar una pesada estilográfica francesa.
Cada miércoles participa en las animadas tertulias políticas de la emisora de radio ‘Radial’. Disfruta exponiendo una escandalosa ideología, pero no sabe imponerse al resto de contertulios y se achanta en cuanto le contradicen. Al hablar tiene la manía de aferrarse al micrófono como si temisese que se lo fuesen a retirar de la boca y casi besa la espuma de la capucha que lo recubre
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Ricardo Huertas va tirando con los trabajos ocasionales que de vez en cuando encuentra. Ninguno le dura más de tres meses. Trabajó como copiador de llaves en un local cuchitril del centro, tan pequeño que hasta las personas que lo buscan pasan de largo porque ocupa menos espacio que un portal, también ejerció de celador en una clínica, ayudante de kiosquero, afilador ambulante y payaso en el circo Valentinus.
En el bar Chupito una mañana se le ve feliz sentado cerca de la barra en una mesa grasienta donde saborea a pequeños sorbos sensuales una gran taza de café con leche. Aunque intente disimularlo, su estado de ánimo se le nota en la expresión de la cara. Cuando está decaído su boca parece sellada y arruga los labios, pero en ese momento tiene relajada la mandíbula y eso indica que disfruta de un buen día. El camarero, Josu Juan ‘el tartas’, se da cuenta de su buen humor y se pregunta a qué se deberá. Observa que nadie le acompaña en la mesa, pero imagina que a lo mejor espera alguna visita, tal vez una mujer y por eso está alegre, pero pasan los minutos y sigue solo con la misma cara de felicidad.
Esa incapacidad para disimular su estado de ánimo arruinó su corta carrera como payaso en el circo porque cuando actuaba deprimido los niños lo percibían y entonces no lograba arrancarles una sola sonrisa por muchas bromas que gastase. La flor que dispara un chorro de agua al ojo, la varita que se convierte en un ramo de flores de plástico y la bola roja que se pone en la nariz, en esa situación jamás surtían efecto.
Las pistas no engañan, en efecto, Ricardo Huertas está eufórico. En una acera encontró un billete tirado en el suelo y antes de pasarse por el bar compró un boleto de lotería que guarda en su bolsillo con una mano metida dentro para que no se le pierda.
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Rufino Montoya, ‘Rufi’, es un gamberro de provincias. Está a punto de cumplir los cuarenta años y trabaja en un taller de motor que lo contrató por seis meses cuando estaba en paro. Apenas sabe de mecánica, pero se las apaña para arreglar abolladuras, recauchutar neumáticos y alguna otra chapuza más que le mandan, aunque cuando no es capaz de hacer una reparación logra escaquearse. Recursos le sobran. Fue un pésimo estudiante que irritaba a los profesores, pero tiene labia porque desde niño discutió en las calles y se expresa bien. Se ríe de los universitarios, pero de conversación es muy limitado. Habla casi siempre de lo mismo, mujeres, juergas y sus quejas personales sobre lo poco que gana, lo negrero que es el jefe y lo ‘explotao’ que está, pero no da palo al agua. En cuanto nadie le ve se escapa al bar para charlar a voces con su pandilla mientras se atiborra a cañas.
Viste como los jóvenes, con vaqueros y desenfadadas camisetas de algodón. De hecho aparenta menos edad. Presume de que las mujeres se le dan bien. Las miente y en ocasiones sale con varias a la vez. Rosario, Loli, Marta, Mariola, todas con pinta de rameras, sudaron en su cama. En las noches cuando se siente solo y no le apetece perder el tiempo en conquistar a una pareja nueva marca el teléfono de Cristina, una oficinista feucha, nariguda y pechugona, ligera de cascos, que siempre está disponible para acostarse con él. No es una puta a pesar de que lo parezca, pero tiene fama de serlo.
‘Rufi’ tiene carisma. Las madres que lo conocen le tachan de ‘mala influencia’. Últimamente hace buenas migas con Luis Regatero, un funcionario de la biblioteca. Luis Regatero, un hombre con modales, servicial, disciplinado en su puesto, agradable, al que está descarriando. Desde que están juntos bebe como un cosaco, fornica prostitutas y llega tarde a su trabajo.
Una noche de Navidad, cuando tenía 16 años, robó la figura del niño Jesús de un Belén montado en un jardín de la ciudad y a la mañana siguiente llamó al Ayuntamiento para pedir un rescate. Cada Navidad recuerda esta trastada con satisfacción
Cuando tiene vacaciones aprovecha para gastar sus ahorros en un largo viaje hacia un destino exótico del que poder pavonearse a la vuelta, a poder ser acompañado por alguno de sus ligues. El Rufi arrastra muchos kilómetros. Asia, África, cualquier lugar con el que asombrar a la vuelta en una conversación. Los viajes y las drogas absorben su salario miserable.
Cerca de una iglesia queda con su camello, un marroquí con la cara picada de viruela que le suministra en pequeñas bolsitas de basura la cocaína que consume cada semana, mezclada con yeso u otras sustancias blancas que pasan desaparecibidas por su nariz.

"Frente a quienes practican la intolerancia, desprecian la convivencia, no respetan las instituciones ni las normas elementales de una ordenada libertad de expresión", Anselmo Cobirán advierte de que en este blog no se consentirán comentarios de carácter ofensivo.