Aventuras del Funcionario Polilla

En el bar Martín Bastos comprendió de que desde que le picó la polilla sentía un irrefrenable deseo de comer la ropa y desde ese momento de lucidez se hizo llamar el hombre polilla. Se lo dijo a todos sus compañeros de oficina para darles envidia, esos funcionarios sosos y rutinarios anclados a un escritorio, igual que él, pero ahora era un hombre polilla y eso le convertía en un ser superior. También se lo dijo a su jefe para presumir y su jefe lo denunció a la policía porque creía que estaba loco.
La Policía arrestó a Martín Bastos, pero no porque le faltara un tornillo. Un gabinete de psiquiatras lo sometió a un examen y determinaron que su mente funcionaba como un reloj suizo, de los de muñeca, no de los de cuco que esos se atascan cada dos por tres, es decir, que estaba bien de la azotea. En realidad lo detuvieron por violar la patente del verdadero hombre polilla, marca registrada. Los abogados del auténtico hombre polilla le demandaron por imitación pirata, pero el juez le dejó libre por falta de pruebas porque estaban guardadas en bolsas de polyester y se las comió todas sin dejar rastro.
Como todo héroe que se precie, el hombre polilla tenía un adversario y el suyo era un obeso que cuando era niño se había tragado una bola antipolillas al husmear en un armario. Cuando recobró su libertad y la policía lo dejó libre ambos se cruzaron por la calle y el hombre polilla empezó a estornudar. Soportó el efecto de su adversario gracias a que el encuentro fue fugaz. Antes de llegar a su casa se pasó por un centro comercial y devastó toda la sección de camisas. El poliester le encantaba, sobre todo el fabricado en China. Las etiquetas de Made in China las dejaba para el final para saborearlas al máximo.
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