Una mañana corriente
Juan García se despertó a las seis de la madrugada empapado en sudor. Hurgó el dedo en los ojos para despegar las legañas y se puso en pie. No tenía despertador. La noche anterior le habían despedido de la taberna del pueblo. Odriozola, un vasco alcohólico, le echó durante una borrachera en la que discutieron sobre mujeres, pero no era rencoroso y suponía que cuando volviera a estar sobrio le readmitiría. Sonaban sus tripas. En la nevera conservaba un postre casero que le preparó su novia antes de irse a trabajar a la fábrica. Sonia sabía cocinar porque le enseñó su madre y cuando estaba enfadada se le iba la mano con la sal. Cortó un pedazo y lo engulló sin apenas masticarlo. De repente escuchó una explosión, pero no se sobresaltó. Bombas contra el fuego. Afuera, a varios kilómetros de su casa, las llamas devoraban un monte de eucaliptus.
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