Pulso

La cantina está envuelta por una atmósfera cargante. Serrín esparcido por el suelo, mesas de contrachapado, fotos enmarcadas de futbolistas con una pátina de grasa. El olor a desinfectante enmascara el de tabaco; picadura y puritos; también el del sudor.
En una de las mesas, el filósofo echa un pulso con un funcionario de la biblioteca. Ambos son enclenques. Sus brazos, frágiles, parece que están a punto de quebrarse. Brazos de niña.
El filósofo lleva una vida sedentaria. El único ejercicio que hace de vez en cuando es precisamente echarse un pulso porque le encanta medir sus escasas fuerzas con un contendiente asequible. El funcionario de la biblioteca es más flojo que él así que siempre gana y esa sensación de victoria le encanta. El filósofo medita mucho sobre el trabajo físico y el intelectual. Sostiene que Marx es un idiota pedante.
Enganchan sus manos y comienzan a hacer palanca. Sus codos se rebalan sobre la mesa, untada de grasa, pero se agarran al borde del tablero con una mano. El funcionario de biblioteca hace trampas, agarrota la muñeca y eso está prohibido, pero el filósofo se lo consiente como si fuese un reto.
El funcionario de la biblioteca es débil, pero su carácter es explosivo y es capaz de acumular mucha rabia. Arruga su cara por el esfuerzo. Desea con toda su alma restregar la muñeca de su adversario en la mesa. El filósofo es su mejor amigo.