Error 440
Jom Fortium aflojó el nudo de la corbata de terciopelo que llevaba, muy hortera, cuando en la pantalla del ordenador le apareció un mensaje de error. Colapso, alertaba en grandes letras rojas fosforitas parpadeantes. Antes de dejarse llevar por el pánico, sacó del primer cajón de su escritorio el protocolo de actuación en caso de fallos informáticos. Era un volumen muy grueso, tanto o más como el listín de las páginas amarillas de la gran ciudad donde su empresa, Clarens, le daba de comer desde que entró como aprendiz a su oficina cuando sólo era un mocoso adolescente aficionado a las maquinitas y con la cara llena de granos.
Primero miró la sección de soluciones rápidas donde se describían una serie posible de errores comunes y la forma de subsanarlos, pero ninguno de los que indicaba se ajustaba a lo que ocurría en las tripas del sistema. Después repasó el índice y se dirigió a las páginas que abordaban las situaciones de colpaso, pero tampoco le sirvieron de ayuda.
- ¡Joder, putos japoneses, menudos inútiles, miles de páginas que no sirven ni para limpiarse el culo! -masculló furioso y arrojó el manual a la papelera con todas sus fuerzas. El ruido que produjo al caer resonó en toda la oficina en la que le rodeaban veinte informáticos más.
Miró alrededor y observó atónito cómo el resto de sus compañeros seguía trabajando con normalidad. En la cara de ninguno se veía un gesto de estupefacción. No veía a nadie golpear la caja de su ordenador o teclear con rabia un ordenador bloqueado.
Una gota de sudor corrió por su frente. Mal día para que el ordenador fallase. Las doce y media de la mañana, a falta de pocas horas para el cierre de la bolsa, y todavía le faltaban por sellar decenas de operaciones con clientes repartidos por medio mundo. Clientes que si no cerraban su transacción perderían miles de euros, tal vez incluso caerían en la ruina, y llamarían al presidente de la compañía para quejarse de que su agente les echó a perder su negocio y pedir soluciones inmediatas. Cabrones a los que no le importaría que volviese a estar en el paro, pidiendo dinero a sus padres y yendo a comer a su casa porque el que tiene apenas le llega para comprarse una hamburguesa o cualquier otra comida rápida barata que ulcera el estómago. La gota de sudor pasó por encima de la patilla de sus gafas de pasta, estilo años setenta, y siguió descendiendo por su cara afeitada hasta desparramarse sobre el cuello almidonado de su camisa azul de ejecutivo. La presión le atenazaba las sienes. Para desahogarse se quitó la corbata y la colocó en torno al monitor como una girnalda o una de esas bandas que se les resbalan a las misses por las tetas cargadas de silicona. Fortium solía bromear ante las situaciones de tensión, un truco para serenarse que casi nunca le surtía efecto.
Respirar hondo, controlar el aire que sale por los pulmones, invocar a la calma, eso es lo que le enseñaban en las clases de relajación oriental por las que pagaba cincuenta euros a la semana a una china raquítica que aprendió esas técnicas en su país. Intentó aplicar sus lecciones en este momento de tensión y se echó hacia atrás en el respaldo de su silla agarrandose la cabeza con los brazos en jarra durante unos segundos antes de tomar la siguiente decisión, todavía en el aire. El mensaje de colpaso seguía brillando en su monitor y el teclado no respondía a ninguna de sus órdenes. Las luces, los pilotos leds que tenía incrustado la caja de su ordenador, resplandecían parpadeando a un ritmo frenético mientras adentro un sonido eléctrico revolucionaba dentro de su carcasa su laberinto de chips y circuitos.
Clerens surgió en un pequeño garaje de las afueras de la ciudad por iniciativa de un joven matrícula de honor en la mejor universidad del país, el actual presidente, Pedro de Maza, que treinta pisos por encima de su cabeza se follaba a su secretaria en un despacho insonorizado con vistas al centro, pero el negoció resultó todo un éxito y en diez años creció de forma espectácular hasta estar implantado por toda Europa con decenas de sucursales en las ciudades más importantes y con un volumen de facturación con muchos ceros. Clerens gestionaba sistemas de comercio electrónico por los que se compraba y vendía todo tipo de mercancías, desde títulos de bolsa, hasta libros o condones para el tercer mundo. Por cada una de las millones de operaciones que efectuaban sus programas cobraba una comisión. Pedro de Maza, un as del derecho mercantil con tres masters de fiscalidad, ingenió un sistema patentado, utilizado por su empresa en exclusiva, que le permitía reducir los impuestos en más de un setenta por ciento mediante una complicada triquiñuela legal en las aduanas. El secreto de su riqueza y de la expansión de Clarens radicaba en esta trampa indetectable por Hacienda, los programadores con un coeficiente intelectual superdotado, menos Jom que nunca se hizo una prueba para medir su inteligencia, y la cuenta corriente de su ex-mujer que le prestó el dinero para fundar la compañía.
Jom sabía desde que manejo su primer ordenador, un espectrum con el que jugaba a matar marcianos que leía los datos grabados en un un radio cassete como los de música, que la primera solución posible cuando el sistema no funciona es apagarlo, pero el interruptor del ordenabdor tampoco funcionaba y además estaba seguro de que la avería no era un problema local que sólo afectase a su aparato sino que procedía de toda la red. Por eso le extrañaba que el resto de ordenadores, conectados a la misma red que el suyo, no estuvieran paralizados.
El apartado para los programadores de la oficina, separado por unas mamparas, siempre estaba envuelto por un fragor de sonidos dispares. Carcajadas por el último chiste publicado en la contraportada del periódico local, crujir de bolsas de gominonolas y otras porquerías con las que se engañaban el estómago, el estallido de un bote de refresco que al abrirse desprende una bocanada de gas, aparte del rumor permanente de las teclas. Pero de repente se hizo el silencio. Todos los ordenadores se desconectaron a la vez. Tras unos segundos el silencio se disipó y dio paso a las maldiciones de los informáticos y a golpes en las máquinas en un intento desesperado de hacerlas reanimar.
Jom descolgó el teléfono. Por un momento sintió un alivio. La línea funcionaba y marcó el número del supervisor de sistemas, que ocupaba un despacho al que se accedía por una escalera de caracol, el supervisor Juan Mandieva, que bajó a toda prisa en mangas de camisa, blanca como la de los mormones, conjuntada con unos pantalones negros que le daban una pinta de camarero torpe. Mandieva era un tipo delgaducho, sin coordinación, un esmirriado con pinta de empollón que de pequeño resolvía ecuaciones mientras sus compañeros de clase jugaban al basket o se manoseaban en algun rincón oscuro de un parque.
- No puedo hacer nada- dijo al llegar a la planta baja- Me acaban de informar en gestión de que absolutamente todos los ordenadores están bloqueados. Ni siquiera funciona el portero automático. -avisó en pie a todos los informáticos-
- Vaya, va a ser un día muy largo. Encerrados y sin poder visitar páginas porno -bromeó uno de los informáticos, un pelirrojo del que nadie sabía el nombre, pero nadie le rio la gracia-
Los informáticos, todos expertos en computación a los que rara vez se les resistía un sistema operativo, estaban con las manos atadas. Un técnico desconectó la red y puso en marcha una segunda que sólo se activaba en casos de emergencia, pero también sucumbió y sólo se mantuvo en funcionamiento durante un minuto.
El presidente convocó a todo el consejo de crisis de la empresa. Jom Fortium no formaba parte de este selecto grupo que ganaba los salrios más altos de todo el organigrama de la empresa, ejecutivos que vivían en los barrios más lujosos de la ciudad y conducían coches de gama alta, pero de manera extraordinaria se le convocó para que diese un parte técnico.
La reunión empezó a las trece treinta horas, una hora y veinte minutos después de que el colapso inutilizase todos los ordenadores, en una sala anexa al despacho de presidente, muy acogedora, con paredes recubieras de madera noble. Unos retratos de personajes inidentificables para Jom estaban colgados alrededor de la mesa alargada que ocupaba el centro. La luz entraba tamizada por unas cortinas de láminas a través de un ventanal protegido con cristal blindado que se instaló cuando un francotirador atemorizó a la ciudad disparando desde una azotea a las plantas altas de los edificios que tenía a su alcance en su mirilla telescópica. Un juez murió acribillado por la espalda mientras trabajaba en su despacho, acribillado por sus disparos de precisión milimétrica.
El presidente se sentaba en la cabecera de la mesa con cinco asesores que tomaron sitio a su lado izquierdo y otros cinco en el derecho, todos hombres. Clerens sólo contraba a mujeres para los puestos de secretaria. Jom se acomodó en un mullido sillón de piel por delante de todos ellos. Su posición en la sala, hundido en ese confortable sillón, le hacía sentir ridículo y todos los asesores, aunque estaban preocupados por la situación de crisis en la que estaban sumidos, se complacía al sentirse superior que él.
- Estamos incomunicados -señaló con voz firme y autoritaria el presidente Pedro de Maza- Todas las operaciones de compra venta han sido abortadas. Su valor en el mercado alcanzaba según nuestros comerciales una cantidad de aproximadamente ocho millones. Todo ese dinero está ya perdido. Nuestros clientes estarán rabiosos, pero de momento ni siquiera saben que sus operaciones no se efectuaron. Nuetro técnico, el señor Fortum, -dijo tras comprobar su nombre en unos papeles que guardaba dentro de una carpeta de piel- acaba de elaborar un diagnóstico. Levántate hijo -le ordenó con familiaridad-
Jom obedeció. El presidente le conocia desde que era niño, antes de que entrase a trabajar en su empresa, y siempre le trató con cariño, aunque cuando cometía errores en su trabajo le reprendía, directamente o por intermediarios, con severidad. La primera bronca que recibió, cuando tenía veinte años y echó a perder un fichero donde se almacebana un presupuesto, le hizo llorar, pero las siguientes las encajaba con frialdad, aunque aprendía de ellas y no volvía a cometer los mismos fallos.
- La red se encuentra en un estado crítico. Un agente hostil se ha introducido en el sistema y ha provocado averías físicas en todos los equipos. Las impresores también están afectadas y no funcionan. La red de emergencia se activó, pero tampoco soportó ese agente y se vino abajo. Los supervisores están buscando una solución, pero no la encuentran, y piensan que no quedará más remedio que reponerla por entero para descubrir dónde está el agente y su procedencia.
- ¡Hable claro, cojones!, le reprendió el presidente. ¿Qué es eso de un agente hostil?
El resto de participantes en la reunión, los ricos asesores, tampoco parecían haber comprendido esa expresión que Jom aprendió en la facultad. Un profesor aconsejaba a los informáticos que utilizasen eufemismos para no alarmar.
- Seré claro. Nos está jodiendo un virus.
La noticia cambió la cara de los asistentes a la reunión. Al dejarla caer, Jom sintió que le quitaban una carga de encima..El gabinete de crisis ya conocía el origen de sus males. Pero de momento los supervisores no tenían localizado el virus. Durante la reunión se decidió infundir a Jom de capacidad de acción absoluta, poner todos los medios téncios de la empresa a su disposiicón, para que averigüase donde anidaba ese virus y encontrase a su autor. El servicio jurídico de la compañía se puso a trabajar nada más terminar la reunión para diseñar una estrategia ante los tribunales que elevase como la espuma las indeminzaciones millonarias que exigirían como compensación por los daños causados.
Jom necesitaba un equipo de confianza para rastrear toda la red a la búsqueda del agente infeccioso que ponía a Clarens al filo de la navaja y eligió a otros dos informáticos que trabajaban en su misma sección. Enrique Don, el más veterano de todos, un hombre de sesenta años que veía con fastidio cómo se llegaba su momento de jubilación, pero atesoraba los conocimientos más avanzados de toda la empresa y durante su carrera se enriqueció diseñando programas de control de tragaperras, y Felisa Márquez, una recién llegada a la empresa con un master en supercomputación debajo del brazo. Trabajaba como informática, pero como era mujer su contrato era el de una simple secretaria, politica de la empresa.
Felisa Márquez vestía siempre igual. Unos vaqueros desgastados en la pernera y el trasero y unas camisetas de color chillón con un mensaje provocativo. Cuando se dirigió a su mesa para enrolarla a su grupo de investigación llevaba uno escrito en letras góticas, muy retorcidas, que a primera vista no parecían legibles, pero al fijar la atención se leía que decían ¿no me miras las tetas?. Su pelo era castaño y lo llevaba alborotado, como si acabase de despertarse o hubiese metido los dedos en un enchufe. Desde que entró en la oficina Jom la deseó, pero cuando se acercó a ella le repelió el olor a sudor de sus axilas de las que colgaba una mata de pelo. Las francesas no se depilan ni el coño ni los sobacos, qué guarras, pensó confundido, pero ella no era francesa.
Esa misma noche, después de que se arreglarán los sitemas de portero automático y los empleados pudieron salir, sólo quedaban en el edificio los guardias de seguridad, uno por cada dos de las treinta plantas de altura que alcanzaba, y ellos tres. Cenaron sobre el escritorio de Jom unos bocadillos que sacaron de la máquina expendedora y Coca colas. Felisa la tomaba light porque temía engordar, pero a Jom le encantaba el discreto michelín que le afloraba en un costado. Le daban ganas de morderlo. Jom les llevó a continuación al sotano del edificio, donde se situaba todo el entramado de cables de la red general informátic, y descendieron con un ordenador portatil que engancharon a uno de los conductos. Estaba todo oscuro y se iluminaban con unas linternas que les dejó prestadas uno de los vigilantes de seguridad.
Primero miró la sección de soluciones rápidas donde se describían una serie posible de errores comunes y la forma de subsanarlos, pero ninguno de los que indicaba se ajustaba a lo que ocurría en las tripas del sistema. Después repasó el índice y se dirigió a las páginas que abordaban las situaciones de colpaso, pero tampoco le sirvieron de ayuda.
- ¡Joder, putos japoneses, menudos inútiles, miles de páginas que no sirven ni para limpiarse el culo! -masculló furioso y arrojó el manual a la papelera con todas sus fuerzas. El ruido que produjo al caer resonó en toda la oficina en la que le rodeaban veinte informáticos más.
Miró alrededor y observó atónito cómo el resto de sus compañeros seguía trabajando con normalidad. En la cara de ninguno se veía un gesto de estupefacción. No veía a nadie golpear la caja de su ordenador o teclear con rabia un ordenador bloqueado.
Una gota de sudor corrió por su frente. Mal día para que el ordenador fallase. Las doce y media de la mañana, a falta de pocas horas para el cierre de la bolsa, y todavía le faltaban por sellar decenas de operaciones con clientes repartidos por medio mundo. Clientes que si no cerraban su transacción perderían miles de euros, tal vez incluso caerían en la ruina, y llamarían al presidente de la compañía para quejarse de que su agente les echó a perder su negocio y pedir soluciones inmediatas. Cabrones a los que no le importaría que volviese a estar en el paro, pidiendo dinero a sus padres y yendo a comer a su casa porque el que tiene apenas le llega para comprarse una hamburguesa o cualquier otra comida rápida barata que ulcera el estómago. La gota de sudor pasó por encima de la patilla de sus gafas de pasta, estilo años setenta, y siguió descendiendo por su cara afeitada hasta desparramarse sobre el cuello almidonado de su camisa azul de ejecutivo. La presión le atenazaba las sienes. Para desahogarse se quitó la corbata y la colocó en torno al monitor como una girnalda o una de esas bandas que se les resbalan a las misses por las tetas cargadas de silicona. Fortium solía bromear ante las situaciones de tensión, un truco para serenarse que casi nunca le surtía efecto.
Respirar hondo, controlar el aire que sale por los pulmones, invocar a la calma, eso es lo que le enseñaban en las clases de relajación oriental por las que pagaba cincuenta euros a la semana a una china raquítica que aprendió esas técnicas en su país. Intentó aplicar sus lecciones en este momento de tensión y se echó hacia atrás en el respaldo de su silla agarrandose la cabeza con los brazos en jarra durante unos segundos antes de tomar la siguiente decisión, todavía en el aire. El mensaje de colpaso seguía brillando en su monitor y el teclado no respondía a ninguna de sus órdenes. Las luces, los pilotos leds que tenía incrustado la caja de su ordenador, resplandecían parpadeando a un ritmo frenético mientras adentro un sonido eléctrico revolucionaba dentro de su carcasa su laberinto de chips y circuitos.
Clerens surgió en un pequeño garaje de las afueras de la ciudad por iniciativa de un joven matrícula de honor en la mejor universidad del país, el actual presidente, Pedro de Maza, que treinta pisos por encima de su cabeza se follaba a su secretaria en un despacho insonorizado con vistas al centro, pero el negoció resultó todo un éxito y en diez años creció de forma espectácular hasta estar implantado por toda Europa con decenas de sucursales en las ciudades más importantes y con un volumen de facturación con muchos ceros. Clerens gestionaba sistemas de comercio electrónico por los que se compraba y vendía todo tipo de mercancías, desde títulos de bolsa, hasta libros o condones para el tercer mundo. Por cada una de las millones de operaciones que efectuaban sus programas cobraba una comisión. Pedro de Maza, un as del derecho mercantil con tres masters de fiscalidad, ingenió un sistema patentado, utilizado por su empresa en exclusiva, que le permitía reducir los impuestos en más de un setenta por ciento mediante una complicada triquiñuela legal en las aduanas. El secreto de su riqueza y de la expansión de Clarens radicaba en esta trampa indetectable por Hacienda, los programadores con un coeficiente intelectual superdotado, menos Jom que nunca se hizo una prueba para medir su inteligencia, y la cuenta corriente de su ex-mujer que le prestó el dinero para fundar la compañía.
Jom sabía desde que manejo su primer ordenador, un espectrum con el que jugaba a matar marcianos que leía los datos grabados en un un radio cassete como los de música, que la primera solución posible cuando el sistema no funciona es apagarlo, pero el interruptor del ordenabdor tampoco funcionaba y además estaba seguro de que la avería no era un problema local que sólo afectase a su aparato sino que procedía de toda la red. Por eso le extrañaba que el resto de ordenadores, conectados a la misma red que el suyo, no estuvieran paralizados.
El apartado para los programadores de la oficina, separado por unas mamparas, siempre estaba envuelto por un fragor de sonidos dispares. Carcajadas por el último chiste publicado en la contraportada del periódico local, crujir de bolsas de gominonolas y otras porquerías con las que se engañaban el estómago, el estallido de un bote de refresco que al abrirse desprende una bocanada de gas, aparte del rumor permanente de las teclas. Pero de repente se hizo el silencio. Todos los ordenadores se desconectaron a la vez. Tras unos segundos el silencio se disipó y dio paso a las maldiciones de los informáticos y a golpes en las máquinas en un intento desesperado de hacerlas reanimar.
Jom descolgó el teléfono. Por un momento sintió un alivio. La línea funcionaba y marcó el número del supervisor de sistemas, que ocupaba un despacho al que se accedía por una escalera de caracol, el supervisor Juan Mandieva, que bajó a toda prisa en mangas de camisa, blanca como la de los mormones, conjuntada con unos pantalones negros que le daban una pinta de camarero torpe. Mandieva era un tipo delgaducho, sin coordinación, un esmirriado con pinta de empollón que de pequeño resolvía ecuaciones mientras sus compañeros de clase jugaban al basket o se manoseaban en algun rincón oscuro de un parque.
- No puedo hacer nada- dijo al llegar a la planta baja- Me acaban de informar en gestión de que absolutamente todos los ordenadores están bloqueados. Ni siquiera funciona el portero automático. -avisó en pie a todos los informáticos-
- Vaya, va a ser un día muy largo. Encerrados y sin poder visitar páginas porno -bromeó uno de los informáticos, un pelirrojo del que nadie sabía el nombre, pero nadie le rio la gracia-
Los informáticos, todos expertos en computación a los que rara vez se les resistía un sistema operativo, estaban con las manos atadas. Un técnico desconectó la red y puso en marcha una segunda que sólo se activaba en casos de emergencia, pero también sucumbió y sólo se mantuvo en funcionamiento durante un minuto.
El presidente convocó a todo el consejo de crisis de la empresa. Jom Fortium no formaba parte de este selecto grupo que ganaba los salrios más altos de todo el organigrama de la empresa, ejecutivos que vivían en los barrios más lujosos de la ciudad y conducían coches de gama alta, pero de manera extraordinaria se le convocó para que diese un parte técnico.
La reunión empezó a las trece treinta horas, una hora y veinte minutos después de que el colapso inutilizase todos los ordenadores, en una sala anexa al despacho de presidente, muy acogedora, con paredes recubieras de madera noble. Unos retratos de personajes inidentificables para Jom estaban colgados alrededor de la mesa alargada que ocupaba el centro. La luz entraba tamizada por unas cortinas de láminas a través de un ventanal protegido con cristal blindado que se instaló cuando un francotirador atemorizó a la ciudad disparando desde una azotea a las plantas altas de los edificios que tenía a su alcance en su mirilla telescópica. Un juez murió acribillado por la espalda mientras trabajaba en su despacho, acribillado por sus disparos de precisión milimétrica.
El presidente se sentaba en la cabecera de la mesa con cinco asesores que tomaron sitio a su lado izquierdo y otros cinco en el derecho, todos hombres. Clerens sólo contraba a mujeres para los puestos de secretaria. Jom se acomodó en un mullido sillón de piel por delante de todos ellos. Su posición en la sala, hundido en ese confortable sillón, le hacía sentir ridículo y todos los asesores, aunque estaban preocupados por la situación de crisis en la que estaban sumidos, se complacía al sentirse superior que él.
- Estamos incomunicados -señaló con voz firme y autoritaria el presidente Pedro de Maza- Todas las operaciones de compra venta han sido abortadas. Su valor en el mercado alcanzaba según nuestros comerciales una cantidad de aproximadamente ocho millones. Todo ese dinero está ya perdido. Nuestros clientes estarán rabiosos, pero de momento ni siquiera saben que sus operaciones no se efectuaron. Nuetro técnico, el señor Fortum, -dijo tras comprobar su nombre en unos papeles que guardaba dentro de una carpeta de piel- acaba de elaborar un diagnóstico. Levántate hijo -le ordenó con familiaridad-
Jom obedeció. El presidente le conocia desde que era niño, antes de que entrase a trabajar en su empresa, y siempre le trató con cariño, aunque cuando cometía errores en su trabajo le reprendía, directamente o por intermediarios, con severidad. La primera bronca que recibió, cuando tenía veinte años y echó a perder un fichero donde se almacebana un presupuesto, le hizo llorar, pero las siguientes las encajaba con frialdad, aunque aprendía de ellas y no volvía a cometer los mismos fallos.
- La red se encuentra en un estado crítico. Un agente hostil se ha introducido en el sistema y ha provocado averías físicas en todos los equipos. Las impresores también están afectadas y no funcionan. La red de emergencia se activó, pero tampoco soportó ese agente y se vino abajo. Los supervisores están buscando una solución, pero no la encuentran, y piensan que no quedará más remedio que reponerla por entero para descubrir dónde está el agente y su procedencia.
- ¡Hable claro, cojones!, le reprendió el presidente. ¿Qué es eso de un agente hostil?
El resto de participantes en la reunión, los ricos asesores, tampoco parecían haber comprendido esa expresión que Jom aprendió en la facultad. Un profesor aconsejaba a los informáticos que utilizasen eufemismos para no alarmar.
- Seré claro. Nos está jodiendo un virus.
La noticia cambió la cara de los asistentes a la reunión. Al dejarla caer, Jom sintió que le quitaban una carga de encima..El gabinete de crisis ya conocía el origen de sus males. Pero de momento los supervisores no tenían localizado el virus. Durante la reunión se decidió infundir a Jom de capacidad de acción absoluta, poner todos los medios téncios de la empresa a su disposiicón, para que averigüase donde anidaba ese virus y encontrase a su autor. El servicio jurídico de la compañía se puso a trabajar nada más terminar la reunión para diseñar una estrategia ante los tribunales que elevase como la espuma las indeminzaciones millonarias que exigirían como compensación por los daños causados.
Jom necesitaba un equipo de confianza para rastrear toda la red a la búsqueda del agente infeccioso que ponía a Clarens al filo de la navaja y eligió a otros dos informáticos que trabajaban en su misma sección. Enrique Don, el más veterano de todos, un hombre de sesenta años que veía con fastidio cómo se llegaba su momento de jubilación, pero atesoraba los conocimientos más avanzados de toda la empresa y durante su carrera se enriqueció diseñando programas de control de tragaperras, y Felisa Márquez, una recién llegada a la empresa con un master en supercomputación debajo del brazo. Trabajaba como informática, pero como era mujer su contrato era el de una simple secretaria, politica de la empresa.
Felisa Márquez vestía siempre igual. Unos vaqueros desgastados en la pernera y el trasero y unas camisetas de color chillón con un mensaje provocativo. Cuando se dirigió a su mesa para enrolarla a su grupo de investigación llevaba uno escrito en letras góticas, muy retorcidas, que a primera vista no parecían legibles, pero al fijar la atención se leía que decían ¿no me miras las tetas?. Su pelo era castaño y lo llevaba alborotado, como si acabase de despertarse o hubiese metido los dedos en un enchufe. Desde que entró en la oficina Jom la deseó, pero cuando se acercó a ella le repelió el olor a sudor de sus axilas de las que colgaba una mata de pelo. Las francesas no se depilan ni el coño ni los sobacos, qué guarras, pensó confundido, pero ella no era francesa.
Esa misma noche, después de que se arreglarán los sitemas de portero automático y los empleados pudieron salir, sólo quedaban en el edificio los guardias de seguridad, uno por cada dos de las treinta plantas de altura que alcanzaba, y ellos tres. Cenaron sobre el escritorio de Jom unos bocadillos que sacaron de la máquina expendedora y Coca colas. Felisa la tomaba light porque temía engordar, pero a Jom le encantaba el discreto michelín que le afloraba en un costado. Le daban ganas de morderlo. Jom les llevó a continuación al sotano del edificio, donde se situaba todo el entramado de cables de la red general informátic, y descendieron con un ordenador portatil que engancharon a uno de los conductos. Estaba todo oscuro y se iluminaban con unas linternas que les dejó prestadas uno de los vigilantes de seguridad.
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